sábado, 2 de octubre de 2010

cuento ROJO SATURNO





                                                             Rojo Saturno

El olor humeante a café se mezclaba con el olor a esencia de pino embotellado, como si existiera una conífera disecada y desinfectada dentro de un cafetal de plástico. Así andaba el mundo, o no andaba, pensó Nicolás, terminando de pegar en el centro de la flor, el último azulejo, sobre el mural recién terminado.
Nicolás sintió una satisfacción enorme de haberlo terminado antes de que las fuerzas se le fueran para no volver, una vez le quitaran el yeso de la mano.
Era la segunda vez que se quebraba la muñeca en un año y aunque esta última vez, se debió a una simple mala postura, consideró que la suma de quebraduras no estaba mal para un promedio de ochenta y nueve años, que cumpliría dentro de un mes.
Se acercaba la fecha de su cumpleaños y quizá por esa razón, por primera vez dudó de sus decisiones. Aunque en realidad se trataba únicamente de una decisión tomada relativamente hacia poco tiempo. La decisión de morir solo, lejos de su único hijo y de su dos nietos. De Canadá nada más le hacía falta. Ni siquiera el salmón, y de Polonia, ni siquiera el repollo agrio.
Y es que con tanto tiempo disponible esperando lo inevitable, ¡como no iba a dudar!
De la cama, a la silla de ruedas, al sillón, al baño, a la cama y extraordinariamente al jardín ese día.
Ya no tenía cerca a ningún testigo, solo al tiempo. Así que aunque no la confrontó, dudó de la decisión tomada, cuando después de que muriera su segunda mujer, decidiera quedarse en la casa de ella, junto a sus objetos y fotografías, a pesar de la voluntad expresa en el testamento de que la casa sería heredada a su hija.
Vivir en una casa que no era suya en un país que no era suyo tenía su precio. Se había convertido en guarda de un inmueble visitado con la única intención, cada quien, de llevarse disimuladamente adornos y recuerdos de la dueña de la casa, a cambio del pan que llevaban mal envuelto de regalo.
Nicolás había hecho unos cuantos amigos en ese tiempo, pero igualmente se acercaban para saber, a quien, sino tenía familia, le dejaría su dinero y sus propiedades.
¿ Era terrible morir solo o era terrible de cualquier forma morir?
Durante ese último mes, Nicolás había cerrado la puerta cada vez que despedía a alguien, con la sensación de ser el dueño únicamente de su propia enfermedad. Así que en adelante se dedicó a no recibir a nadie más que a los enfermeros.
Le había preguntado al médico si podía vivir con ese cáncer y el médico le había dado por respuesta que sí. Que sí por seis meses más de vida.
Nicolás se organizó, como siempre lo había hecho desde que logró escapar del campo de concentración en Alemania y empezó a observar su cuerpo como si fuera el de otra persona. Incluso le hablaba y lo regañaba, cuando ya no podía levantarse solo del sillón, caminar con el bastón, o usar la silla de ruedas. Así que después de reflexionar varios días concluyó que sí, que sí se moriría, pero hasta haber cumplido los ochenta y nueve años, no antes. Y así estaba ocurriendo entre remedios naturistas, reconstituyentes y calmantes dispersos por las mesas y estantes de la casa solitaria.

Nicolás cumplió 89 años con el mural terminado, viendo tv por cable y tomando sustagen. Contestó varias llamadas breves de Canadá y Polonia para evitar que sus parientes gastaran mucho dinero en lo que el consideraba dinero tirado a la basura, porque en la vida las despedidas se hacían una vez, no varias.

El caluroso domingo le precipitó la sed desde la madrugada. Se apuró a pedirle agua al enfermero de la noche, aunque cambió de opinión y le pidió un baso lleno de jugo de granada.
- Del jugo que esta en la botella - le dijo débilmente al muchacho y este le llevó de inmediato el jugo rojo saturno.
- Esto es lo que toma el Papa - le dijo-. Salud!
Nicolás cerró los ojos y tomó con gran dificultad un pequeñísimo trago, luego empezó a toser.
En realidad estaba muy bien controlado por la clínica de cuidados paliativos estatal, así que el enfermero rápidamente le puso una inyección. Fue la última vez que habló.
Nicolás había querido mucho a su segunda esposa y a sus hijos. Pero al seguir viviendo en esa casa, los hijos de ella se sintieron expropiados de sus recuerdos.
¿ Por qué no se había ido a morir con los suyos a su país? ¿Por qué se quedó ocupando una herencia que poco a poco el mismo veía como disminuía, al ir desapareciendo los tapetes, las pequeñas esculturas de vidrio italiano, los candelabros españoles, los alabastros africanos, los manteles chinos y las pinturas y joyas familiares.

Y sí, sabía que todos lo querían con la intensidad de estarse comiendo un pastel a apunto de terminar, mientras se dedicaban a señalar el abandono en que lo tenía su familia canadiense, dando vueltas con la mirada a los anaqueles de la habitación , sentados junto a él, que continuaba postrado y callado, entre tierno y terco.
En realidad las desavenencias con su hijo ya eran muy antiguas. El simplemente no se iba porque no quería ser viejo ante nadie. Estaba seguro que de volver lo hubieran metido en un hospicio.
Nicolás prefirió seguir los recuerdos de la vida que había construido con su segunda esposa.
Una vida breve en un país tropical, pero hermosa. Vida de viejos felices que se burlaban de sus impedimentos frente al mar.
Cuando murió ella quiso seguir ocupando su casa como si se tratara de ella misma, y no como si se tratara de la casa de esa otra historia anterior que le cobraban los herederos.
Pero esa era su casa de los últimos 13 años, la verdadera casa de su vida, dónde esperaba morir rodeado de un sinnúmero de fotografías de ella y él juntos. Esa era la razón.
Tenían la tumba lista. El mismo le había colocado la cerámica y el altarcito. La tumba la había comprado ella y allí estarían los dos juntos. Ella primero, en el nicho de abajo, el arriba en el espacio que quedaba libre.
Nicolás agradeció una vida tan larga. ¿Quién pensaría que un sobreviviente de la segunda guerra mundial, un chiquillo esquelético inmigrante, llegaría tan lejos?

El enfermero le volvió a tocar el pulso a eso de las 5 de la tarde, aprovechando los últimos rayos de sol que se colaban por las persianas.
El domingo empezaba a despedirse de la tarde y de la casa. El jardín y el mural fueron los últimos en ser consumidos por la apacible noche que llamaba al descanso.

Nicolás murió solo porque la mano que cubrió su cuerpo era la de un extraño asalariado que de inmediato llamó al encargado del fideicomiso. El representante del banco a su vez llamó al hijo y este dio la orden de que lo cremaran y le enviaran sus cenizas a Canadá.
El cuerpo de Nicolás fue cremado y trasladado en contra de su voluntad.
La heredera ordenó todas sus cosas y las puso en bolsas junto a la puerta.

En la tumba el cuerpo de ella permanece en el nicho de arriba. Continúa estando solo su nombre sobre la cerámica.
La casa sigue sola como un planeta lejos del sistema solar. Bebe de la lluvia y se alimenta con el aire, a la espera de que los herederos terminen sus desacuerdos.
Set 2010.

2 comentarios:

  1. Me siento...muy triste al leer este texto...
    por otro lado hay excelencia en lo escrito!!!

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  2. En serio, un cuento triste. ¡Me encantó!

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