martes, 30 de noviembre de 2010

Mi espíritu tiene mejor cuerpo que el tuyo.

                          Mi espíritu tiene mejor cuerpo que el tuyo.



El famoso soplo de Dios, llama encendida, aliento de vida, luz de la lámpara, voz del alma, ánima vital, consciencia cósmica, fuego amoroso y demás nombres escogidos para designar una de las metáforas más difíciles de lo intangible, de lo incorpóreo, de lo telúrico y metafísico: la parte de la vida que no se ve. La existencia de lo materialmente inexistente, es parte de nuestra condición o suceso  de seres vivos, por lo que tiene cuerpo. Quiero decir que cada cual con su alma como se nos dijo en el catecismo de todas las religiones. Los pecados, por ejemplo son salones de belleza para que el alma tenga mejor cuerpo.

 Los tópicos de la vida imperceptible  son aceptados en algunos casos por fe, en otros por intuición o capacidad extraordinaria para percibirlos, en otros sucumben ante otros dogmas, ante las limitaciones de los cinco sentidos del método científico, de la moral de la materia,o de los condicionamientos de la razón. Aunque últimamente se nombra al psicocuerpo o a la mente como resultado del cuerpo y cada día nos acercamos más a la vivencia de un espíritu moldeado por su soporte el cuerpo y al contrario.  
Mientras esto sucede, el espíritu sigue estando parqueado en la zona de  la irracionalidad o teología donde se toma el aire de la tarde sin materia alguna, en las rocas:


Esta llama encendida o soplo de Dios curiosamente se alimenta de nuestros actos  más desesperados, de nuestras curiosidades más indebidas, así como de los secretos, los amores proscritos, los sueños censurados, los vicios sexuales, las trasgresiones sociales,  las incapacidades, los olvidos, las intrigas,etc,  entre muchos otros materiales de lo “demasiado humano” que somos. La imperfección material es la gasolina desde donde se moldea la llama. La carne el nido donde se guarda el aceite.Y a mejor nido mejor aceite y a mejor aceite mejor espíritu.



Larga es la lista de los compendios personales, esos que nos hacen ser de tal manera, los que conforman nuestro humen intransferible, el que presente tras presente construimos, llevando el velo invisible del ethos que trasmitimos, del sonido particular de las vocales, mientras sonreímos como el bisabuelo también sonreía sin conocerlo, y resolvemos los problemas con igual  vehemencia o desidia con que lo hace la gente de nuestro pueblo dispersa en el hilo del tiempo.





Inefables espíritus somos, encarnado siempre en lo falible. Pidiendo por nuestros defectos como los feos por la belleza. Siendo Dios bueno por bello no queda más que los remedios de la estética religiosa por la eternidad.


Pero seguimos cerrando los ojos y  ahí, respiramos una vez más, con la memoria de la muerte, en cada partícula de aire que nos da vida, sabiendo que algún día pasaremos el umbral en silencio, solos y solas, fundidos en una llamita abandonada de carácter y deseos, de socios y enemigos, pero alimentada por eso mismo de lo más humano, corruptible  feo y paradójico que tenemos. La carne. Fallida por  temporal. Nunca más amada por real.





Ido el cuerpo con todos sus órganos, ido el lenguaje con todos sus signos, ida la mente con todos sus vicios.  Queda la energía  libre de los inefables espíritus que viven en y con nosotros olvidados por la perfección.


Es solo cuestión de detenerse y poner atención en el susurro del viento más antiguo.


Es solo poner atención en el torrente que deja el silencio dentro del corazón, cuando sucede lo que no se ve y se aprecia la buena compañía.


 Paradójicamente, aunque nadie vuelva de ese viaje y diga lo que realmente si funciona, como en la Nasa, seguimos preparándonos para el concurso de belleza más extraño de los hominidos.