Camposanto
Estoy
a oscuras y llueve afuera. Como personaje de la caverna platónica
(imaginémonos que estos personajes estaban a oscuras porque era de noche
y afuera el mal tiempo reinaba) espero. Espero que la luz atraviese las
paredes y me ilumine y defina el material con el que fui hecha y la
sustancia que me sostiene en el mundo, pero no llega.
Sigue la oscuridad mientras que afuera
los rayos abren el cuerpo de la tierra golpeando en su camino, casas y
seres, edificios y aeropuertos, computadoras y teléfonos, en el antiguo
ejercicio de poder telúrico que busca acomodar el mundo una y otra vez a
imagen y semejanza de nuestros deseos. Antes bosques y ahora redes y
tics. Hambre siempre.
Dioses del rayo, de la piedra, del río,
del mar, de la montaña, dioses del cielo y las estrellas en constante
amenaza, señalamiento y regaño. ¿Por eso nos metimos en cuevas, por eso
hicimos altares, por eso sentimos miedo?
Por eso fuimos anidando, hermanando,
edificando, abrazo con abrazo, cobijo con cobijo, la idea del amor como
un ungüento caliente para el desamparo universal, mientras iban y venían
de la cueva nuestros seres queridos abrumados, heridos y cansados.
A oscuras, pero con dioses. A oscuras,
pero con el recuerdo de los que no volvieron construimos los pueblos y
recordamos las fechas de las partidas y los regresos.
Un pedazo de luz de estrella se cuela
ahora por el techo y parece que me habla. Mi corazón revolotea porque
recuerda entonces que es parte de ella, de su luz poderosa y cósmica.
Entonces sin ninguna explicación filosófica, mi corazón ama la estrella
porque su extraordinaria luz le empieza a dar vida a las formas y poco a
poco la oscuridad deja de ser total. Como también cesa la lluvia y los
animales poco a poco salen de sus refugios.
Y luego salimos nosotros los humanos
dispuestos a encender un fuego para agradecer a la diosa estrella el
buen tiempo. Cantamos y bailamos hasta el amanecer dispuestos a no
volver a la cueva. Y así será por mucho tiempo...
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