EL FONDO EN LA FORMA DE LA EDUCACION
No le gustaba la sensación de la arcilla, por eso
Aristóteles quitó rápidamente la mano de la pelota. Sobre la mesa de
trabajo del alfarero había además varias figuras e instrumentos. El
taller olía a minerales y tierra. Al estagirita le gustaba más la
contundencia de la piedra. Para ser más exactos, las esculturas de
Lisipo eran sus preferidas, aunque la reciente costumbre de achicar las
cabezas y alargar las piernas, le producía un vértigo extraño. La
proporción seguía siendo sinónimo de belleza y aquellas esculturas... En
fin, a sus 50 años ya era un viejo, y de sus dos matrimonios se deducía
muy claramente que el tema de la belleza física también cambiaba.
Aristóteles se lavó rápidamente la mano y agradeció el vaso de vino
temprano que le ofrecía un ayudante.
De vez en cuando, al salir del peripato, le gustaba
acercarse al taller de los alfareros. Algo sucedía allí que lo
desconcertaba... ese trabajo de los alfareros, al verlos girar el torno
con tan oportunas acciones entre manos, pies y ojos, le recordaba la
devoción de un culto: un hombre dando todo a cambio de la triunfal
conquista de la perfección, que en este caso podría ser una bandeja, o
en el mejor de los casos un jarrón. ¿A que se debía?
¿Qué
movilizaba al alfarero para que produjera tan bello objeto? No se
trataba solo de la práctica, de la suma de acciones. Se trataba de algo
más, y por la cara del hombre que en ese momento daba forma al barro
húmedo, ese mandato era sumamente placentero... Aristóteles pensó que
además de oportuno, se trataba de un motor heurístico. De una idea en
busca del éxito de su realización que hacía surgir la forma sobre el
torno hasta completar una perfecto jarrón. Reflexionó unos minutos
mientras terminaba de vaciar el vaso, mirando el lugar, oloroso a su
propia materia, sucio para unos, perfecto en su limpieza y orden para el
alfarero que iniciaba una y otra vez el acto de crear.
¡Eureka!
Eso era, a medida que el alfarero modelaba su barro, Aristóteles pudo
ver cómo no se trataba solo de aprender la técnica, sino de realizar la
práctica para llegar a controlar su propio proceso de creación. De esta
manera era el barro, el jarrón y el alfarero parte de un todo que lo
potenciaba como individuo. Aprendía al mismo tiempo a ser, a manipular
las herramientas y a medir su propia mente y cuerpo como destreza,
mientras la materia lo acompañaba en silencioso acatamiento. El alfarero
era grande porque era insustituible en su taller y esto le daba una
alegría a largo plazo.
Entonces, no solo se trataba
de enseñar la técnica de como se hacían los jarrones en el liceo, o como
se debía ser un buen ciudadano según los mandatos... Se trataba de que
los jóvenes conocieran del proceso de hacer jarrones y los hicieran
mientras se rehacían ellos mismos al reconocer más la posibilidad de sus
destrezas. El maestro solo orientaba la decantación de los talentos
para que los mismos alumnos produjeran resultados estimulantes y se
sintieran ellos mismos personas estimadas.
Ese era
el secreto de la belleza que percibía en el taller y que en el fondo
envidiaba. Nada de poder, nada de sometimiento... por más que alguien
diera órdenes, o repitiera una lección, de allí no saldría nada hermoso
sin que antes el artesano lo sintiera hermoso en él para que su destreza
obtenida con cientos de horas de práctica y orden propio autogestado,
lo conformara como bello.
De eso se trataba la
pasión del arte y lo mucho que podía ofrecer a la belleza de polis, a la
misma ética de sus ciudadanos... practicar los valores éticos como un
artesano práctica su arte. Modelarse a sí mismo en la belleza moral como
el alfarero moldea la belleza material gracias a su dedicación.
Aristóteles sonrió. Había encontrado el secreto de la pasión de los
artistas y esperaba poder contagiar a sus colegas con la receta, para
que en el futuro todas las lecciones incluyeran la práctica de la
belleza moral junto con la práctica de la belleza material. Sócrates
tenía razón. El amor era el fondo de cualquier forma, y el artista vivía
tras esa placentera sospecha.
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