Amistad: fuerza en la batalla
Son las cinco de la tarde de un jueves de febrero.
Afuera el sol se hamaca en el viento de una luna llena que cuenta los minutos
por salir. Tomo café recién hecho y me pregunto que tomaba antes, en las tardes
en que estudiaba el bachillerato. -También café, pero mucho menos que ahora- me
respondo y asiento con la cabeza. Menos café, porque recuerdo que en ese tiempo siempre
corría de un lado para otro. Caminaba y volvía a correr entre plan y plan grupal. Eran tardes de
agua y estudio, de limonada y deportes, de cerveza y canto. A excepción de las
tardes de luna llena. Para mis amigas esas tardes eran un verdadero
simulacro de carpa de batalla. Nos
reuníamos a planear la noche por venir como si esta fuera la última del planeta.
Para ese gran evento, tomábamos gingirel y ron, nos cambiábamos la ropa varias
veces, ilusionándonos con las rutas que imaginamos. El ritmo de la tarde lo iba
construyendo la música según la escenografía de nuestros sentimientos y
fantaseos. Pero lo importante, lo verdaderamente importante era que la materia de nuestros sueños
era muy similar en las tres amigas.
La amistad nos había otorgado esa mímesis, esa fuerza de las pasiones
compartidas que compensaba con
creces a la edad de la insatisfacción.
Juntas navegábamos el silencio moliente de los
padres. Juntas leíamos las primeras teorías que ordenaban nuestro caos personal.
Juntas redimíamos las primeras heridas del amor y juntas volábamos por los
aires del futuro.
Como este jueves de febrero del 2013, pasamos muchos
jueves acompañándonos en la inauguración de la vida; un brindis por los viajes,
otro por la libertad, otro por la lucidéz… entonces la luna aparecía con su
sed errante y nosotras guardábamos silencio tranquilas de tenernos como
testigos. Crecíamos y nos observábamos. Crecíamos y nos criticábamos. Crecíamos
y nos asustábamos..pero juntas, acompañadas. La batalla era de tres.
Hoy recuerdo esas tardes como un homenaje a la
amistad. Un trozo de tiempo para cada una como un queque de cumpleaños a toda
una vida.
Mi adolescencia
es el recuerdo de esas tardes conspiradoras. Doy las gracias por haber
tenido amigas y seguir teniéndolas.
Un amigo es un tesoro dice el refrán y es
cierto..pero tener amigos es, como todo en la vida, más que una disposición,
una práctica. Una práctica que se enseña en la familia.
Mis padres me enseñaron el aprecio por la amistad.
Por los amigos del alma y los amigos de la vida. La amistad se cultiva como el
amor… así decía mi padre. Se abona, se poda, se riega al estilo principito.
Difícil para quien todo es inversión, fácil para quien todo es compasión. Esas
tardes no son negociables en mis recuerdos. Son parte de lo que soy ahora. Me
formaron y estando ya al tanto de que los ríos no se devuelven, me conformo con
el alivio del recuerdo en la mente y en las fotografías que guardo.
Mi padre guardó una fotografía con sus amigos de la
vida. La fotografía fue tomada en Cartago y se nota que fue una ocasión
especial. Una ocasión del alma. La foto es bellísima: un grupo de hombres
jóvenes, talentosos y sobretodo cómplices: un biólogo naturista, José Manuel Rojas, profesor de ciencias, homeópata de larga vida. Un filósofo de abundante prosa y largos estudios, Luis Barahona, mi padre. Un abogado, Carlos Camaño y un prolífico y emblemático pintor también de larga vida: Marco Aurelio Aguilar. Me puedo imaginar sus conversaciones, sus consejos, sus
reflexiones…En el momento de la fotografía los esperaba una vida por delante llena de logros, aciertos y fuerza en la batalla, para
ese Cartago de los años 30.
así es la amistad se cultiva... también el amor...
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