viernes, 1 de marzo de 2013

Amistad: fuerza en la batalla



                                                   Amistad: fuerza en la batalla
Son las cinco de la tarde de un jueves de febrero. Afuera el sol se hamaca en el viento de una luna llena que cuenta los minutos por salir. Tomo café recién hecho y me pregunto que tomaba antes, en las tardes en que estudiaba el bachillerato. -También café, pero mucho menos que ahora- me respondo y asiento con la cabeza. Menos café, porque recuerdo que en ese tiempo siempre corría de un lado para otro. Caminaba y volvía a correr  entre plan y plan grupal. Eran tardes de agua y estudio, de limonada y deportes, de cerveza y canto. A excepción de las tardes de luna llena. Para mis amigas esas tardes eran un verdadero simulacro de carpa de batalla. Nos reuníamos a planear la noche por venir como si esta fuera la última del planeta. Para ese gran evento, tomábamos gingirel y ron, nos cambiábamos la ropa varias veces, ilusionándonos con las rutas que imaginamos. El ritmo de la tarde lo iba construyendo la música según la escenografía de nuestros sentimientos y fantaseos. Pero lo importante, lo verdaderamente importante  era que la materia de nuestros sueños era muy similar en las tres amigas.   La amistad nos había otorgado esa mímesis, esa fuerza de las pasiones compartidas  que compensaba con creces a la edad de la insatisfacción.
Juntas navegábamos el silencio moliente de los padres. Juntas leíamos las primeras teorías que ordenaban nuestro caos personal. Juntas redimíamos las primeras heridas del amor y juntas volábamos por los aires del futuro. 
Como este jueves de febrero del 2013, pasamos muchos jueves acompañándonos en la inauguración de la vida; un brindis por los viajes, otro por la libertad, otro por la lucidéz… entonces la luna aparecía con su sed errante y nosotras guardábamos silencio tranquilas de tenernos como testigos. Crecíamos y nos observábamos. Crecíamos y nos criticábamos. Crecíamos y nos asustábamos..pero juntas, acompañadas. La batalla era de tres.
Hoy recuerdo esas tardes como un homenaje a la amistad. Un trozo de tiempo para cada una como un queque de cumpleaños a toda una  vida.
Mi adolescencia  es el recuerdo de esas tardes conspiradoras. Doy las gracias por haber tenido amigas y seguir teniéndolas.
Un amigo es un tesoro dice el refrán y es cierto..pero tener amigos es, como todo en la vida, más que una disposición, una práctica. Una práctica que se enseña en la familia.
Mis padres me enseñaron el aprecio por la amistad. Por los amigos del alma y los amigos de la vida. La amistad se cultiva como el amor… así decía mi padre. Se abona, se poda, se riega al estilo principito. Difícil para quien todo es inversión, fácil para quien todo es compasión. Esas tardes no son negociables en mis recuerdos. Son parte de lo que soy ahora. Me formaron y estando ya al tanto de que los ríos no se devuelven, me conformo con el alivio del recuerdo en la mente y en las fotografías que guardo.
Mi padre guardó una fotografía con sus amigos de la vida. La fotografía fue tomada en Cartago y se nota que fue una ocasión especial. Una ocasión del alma. La foto es bellísima: un grupo de hombres jóvenes, talentosos y sobretodo cómplices: un biólogo naturista, José Manuel Rojas, profesor de ciencias, homeópata de larga vida. Un filósofo de abundante prosa y largos estudios, Luis Barahona, mi padre. Un abogado, Carlos Camaño y un prolífico y emblemático pintor también de larga vida: Marco Aurelio Aguilar. Me puedo imaginar sus conversaciones, sus consejos, sus reflexiones…En el momento de la fotografía los esperaba una vida por delante llena de logros, aciertos y fuerza en la batalla, para ese Cartago de los años 30.  

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